sábado, 30 de abril de 2011

Cumplido 105: “Recuerdos de un montañero” (Henry Russell)

He sacrificado tantas cosas por las montañas, he considerado durante tanto tiempo la vida civilizada como un río tormentoso y pérfido, he vivido tanto sobre las orillas solitarias para evitar naufragar en sus escollos, que necesito excusarme…

Tras mucho tiempo, un ritmo sosegado de lectura acompañado de mapas del Pirineo, y sobre todo bastantes y largas interrupciones debidas al carácter totalmente discontinuo o fragmentado de su narrativa, he finalizado el que es considerado uno de los libros más representativos (si no el que más) de la exploración decimonónica en la cordillera fronteriza.

Tengo que reconocer que otra razón más para haber tardado tanto en terminarlo es que el entusiasmo que me ha causado desde el principio, aunque cierto, no ha sido el que esperaba. No voy a hablar de decepción, ni mucho menos, porque me ha gustado bastante, pero en otras ocasiones libros de similar género y época me han resultado más atractivos y apetecibles, me provocaban más ganas de una nueva sesión de lectura.

Tampoco me atrevo a decir si esto tiene que ver más con que estos últimos meses no he estado en un momento de especial pasión montañera, con el hecho de que evocar sobre rutas más o menos conocidas y mapa en mano lo que hacían los primeros montañeros me causaba más curiosidad las primeras veces (con Casiano de Prado, Bernaldo de Quirós o Edward Whymper, por ejemplo), o con el contenido en si mismo del libro (que no con su calidad, incuestionablemente sobresaliente).

Porque lo cierto es que buena parte de las más de 450 páginas de la edición española revisada por Alberto Martínez Embid de este libro están concebidas casi como narraciones descriptivas de rutas, más o menos en forma de guía, y aunque es bastante mayor aún la proporción de pasajes con más ambición de realización literaria, quizá son bastantes páginas leyendo sobre cosas similares como para que el ritmo sea rápido o haya especial interés en la continuidad, al menos para mi gusto, o al menos en esta ocasión.

Aunque también es cierto que las partes más artísticas del libro invitan a una lectura pausada y reflexiva, pues las ideas que transmite en ocasiones llevan a inspirar meditaciones propias al lector – montañero. Y merece la pena saborear esas partes, pues son de una gran calidad literaria, con bellas evocaciones, repletas de poesía, de los paisajes, de los ambientes meteorológicos y de las situaciones vividas. Representa muy bien el sentir del montañero que se enamora de los ambientes inhóspitos, y a la vez sirve de interesante ensayo sobre aspectos de la condición humana, desde la perspectiva del alejamiento, al mirar el autor no sólo al paisaje exterior, sino también al interior, que ha cambiado en consonancia con la naturaleza salvaje que le rodea.

En cuanto al aspecto aventurero de las narraciones (pues toda literatura de montaña es en esencia de aventura), quizá hay pocas situaciones realmente críticas, y en cualquier caso sin llegar al tono épico o dramático, ya que las vivencias de Henry Russell, en consonancia con su estilo como montañero, no llegaron a ser ni mucho menos extremas o tan siquiera cercanas a ello. Si acaso, hay algunas anécdotas un tanto duras o arriesgadas, o sobre todo situaciones meteorológicas penosas, que dotan de total verosimilitud o realismo a la lectura, ya que no resultan muy alejadas de vivencias de cualquier montañero aficionado con cierta experiencia pero sin demasiado nivel necesariamente. Lo realmente valioso en este caso es el sabor que tiene el imaginar la exploración de rutas entonces apenas cartografiadas, o de la ascensión de cimas aún vírgenes, desde la perspectiva actual en la que encontrar múltiplas descripciones de esas mismas excursiones es tan sencillo como hacer clic con el ratón. Es curioso pensar, como decía Russell, que por aquella época aún había rincones del Pirineo tan desconocidos como ciertas regiones de África.

Volviendo al estilo montañero de Russell, es alguien que desdeñaba el alpinismo “de salón o acrobático”; creía que el exhibicionismo es impropio de los verdaderos amantes de la montaña. Lo valioso para él era el conocimiento y admiración de las montañas, y probablemente veía la ascensión a sus cumbres como la culminación perfecta a las visitas a cada una de ellas, más por lo que aportan las vistas panorámicas o la sensación superior o incluso el sentido simbólico de esas cumbres, que por una motivación competitiva. Por lo tanto, procuraba huir de las dificultades innecesarias. Incluso en la ascensión al Pico de Estatats, llega a considerar humillante el hecho de subir por una vía en roca vertical y expuesta al no haber encontrado un corredor pedregoso más accesible que había cerca. Es decir, justo lo contrario de lo que hubiera pensado en aquella misma época Albert Frederick Mummery.

Eso sí, en iguales condiciones de dificultad, la ruta más interesante para Russell es siempre la menos conocida, la que permita un espíritu exploratorio: “de cien ascensiones al Aneto, al menos noventa y nueve se hacen por el norte. Es la moda ¡La moda! ¡Oh, dejémosla en los salones! En las montañas, debemos al capricho casi todos los descubrimientos”.


Otro ejemplo de escapista

Pero si hay algo que tiene especial interés en el contexto de este blog, y que la verdad es que yo no me esperaba de manera tan patente y constante en este libro, es que vuelve a ser otro ejemplo más de alguien que encontró en las montañas una fuente de inspiración filosófica alternativa a la de la vida en sociedad, como ya había plasmado aquí anteriormente con los ejemplos de Miriam García Pascual, Chris McCandless o (en otro marco distinto) Julio Villar, aunque en este caso por parte de alguien del siglo XIX, y perteneciente a la aristocracia, que por tanto disponía con mayor facilidad de todo el tiempo que quisiera para plantearse una vida más o menos ascética temporalmente.

Russell no tarda en encontrar felicidad en ambientes que el mismo reconoce que a priori parecen conspirar contra la idea del bienestar. Y encuentra en la soledad de esos lugares mayor consuelo que en los tumultos humanos. No deja de hacer comparaciones entre la naturaleza salvaje y las ciudades, no para de regocijarse imaginando, desde lo alto de sus noches de vivac en plena cima, las banalidades de las llanuras de las que ha logrado librarse. Y no puede evitar cuestionarse el origen de esos sentimientos, el por qué de la seducción tan poderosa que ejercen las elevaciones inhóspitas a un ser tan presumiblemente sociable, sensible y frágil como el hombre. Se pregunta incluso si no será una enfermedad, un estado mórbido de la mente. Y se contesta que no, que simplemente es uno de los muchos misterios y paradojas del alma humana.

Para Russell, la verdadera enfermedad en las montañas es precisamente llevar a ellas las multitudes: “Lo que se siente en caravana no tiene ninguna analogía con el verdadero amor por la naturaleza”. Y lo compara con leer un libro en alto entre varias personas, o con aquellos que, hablando entre sí durante un concierto, no pueden sentir la música, “pues su alma está en otra parte”. Denuncia que en la paz y el silencio de las alturas irrumpan las risas, los gritos y las canciones, que impiden escuchar el lenguaje de la naturaleza. Cree que el verdadero amante de la montaña, cuando tiene experiencia, huye de la masa, que “lo despoetiza y lo profana todo”, prefiere la soledad y la libertad, huye de la disciplina y la programación de los grupos, que para él “sólo tienen justificación en las expediciones científicas”. Por otro lado, la actitud turística no sirve para admirar verdaderamente las montañas: “Incluso los que suben al Aneto sin hacer otra cosa, no comprenden para nada los Pirineos”.

Aunque quizá lamenta toda esa ligera tendencia a la misantropía, no deja de encontrar justificaciones a la misma, que desde las montañas le resultan más palpables:

En el silencio y en la serenidad de las altas montañas, la historia humana parece un drama de la locura, donde la sabiduría y la lucidez no son más que entreactos”.

Y realmente las alturas procuran para Russell el consuelo adecuado, sin ser necesario ni preferible lo que la vida terrenal ofrece:

Entre las alegrías artificiales y la de ser libre y tener buena salud en la cima de las montañas, está toda la distancia que separa el placer de la felicidad”.

“¡Qué vida tan tranquila y sana se podría llevar, bajo un cielo ideal, sin poder oír más que el ruido de las cascadas, y sin poder leer el periódico!”.

Sin embargo, es a veces la propia naturaleza la que ofrece a Russell las metáforas perfectas para describir el carácter humano:

“¡El tiempo es tan variable en las montañas! Pasando de tormentoso a sereno en media hora, guarda más de una analogía con el corazón humano…

Hay que perdonarles sus ataques de cólera (también a las tormentas); se les perdonan otros a los hombres, a menudo más caprichosos que la naturaleza…

“¡Cuántas reflexiones me inspiraba, este inocente pequeño arroyuelo (fuentes del Garona en la Plana de Aigualluts), que hubiera podido franquear de un salto! ¿Era éste el que el año anterior, a 40 leguas de aquí, devastaba provincias, arrancaba tantos puentes, ahogaba ciudades enteras, y mataba mil hombres? Pero es que, creciendo, uno se vuelve malo”.

Al margen de todo lo anterior, hay alguna reflexión más sobre la estética de las montañas que me ha llamado la atención, como el misterio que supone apasionarse ante un panorama tan representativo de la muerte y la desolación, como lo son las altas cumbres prácticamente desprovistas de vida:

“¡El mejor pintor del mundo se encontraría en una situación embarazosa, si se le pidiera un paisaje, con la prohibición de pintar otra cosa que no fuera nieve o rocas! Sin embargo, eso basta a la naturaleza para conseguir efectos sublimes. Hace bello lo horrible”.

Y, más paradójico aún, esos desolados y mortecinos lugares se mantienen jóvenes, no envejecen con el paso del tiempo. La persona que ve en su propia faz la acumulación de años vividos, rejuvenece al contemplar unos paisajes que siguen iguales tras esos años.

No sólo a artistas imagina Russell reaccionando ante las montañas; dice que un matemático aquí se volvería poeta. Y que un filósofo vería una analogía con la vida misma: “Abajo, la vida las flores y la primavera, los arroyuelos vagabundos; más arriba y gradualmente, la decoloración, las ruinas, la muerte, y, en la cima, el Paraíso y el Infinito”. Tal y como refleja el final de esa frase, Russell muestra su espiritualidad, pues mantenía su educación católica. Y varias veces compara las altas montañas como un lugar a medio camino entre el Cielo y la Tierra, entre Dios y la Naturaleza.

Algunas frases más que he ido subrayando del libro, y que demuestran la capacidad sintética del ingenio de este montañero – escritor:

“¿Qué somos nosotros, en la montañas, sino navegantes de tierra firme?”

A menudo, se es civilizado, por costumbre y por deber, antes que por naturaleza”.

Se termina a veces por amar la nieve y las piedras, como si hubiera un alma debajo de los palacios en ruinas de la naturaleza…

El culto por lo bello es la única pasión que sube hasta los 3.000 metros”.

No doy por terminado el libro. Creo que lo más interesante, y así creo que me lo propondré en los planes, será acudir a los capítulos correspondientes de cada montaña cada vez que vuelva al Pirineo, no ya leyéndolos antes o después del viaje, si no llevándome una copia para tratar de evocar los sentimientos de Russell en los mismos lugares que le inspiraron sus escritos.

Si casi he deificado la naturaleza, si la he amado demasiado, tengo por lo menos una excusa, y es que ella nunca me ha hecho llorar. No puedo decir lo mismo de los hombres…

3 comentarios:

  1. Hola Alberto. Hace días que quería leer esta entrada, pero no tenía tiempo, ni, para ser sincera, ganas. He pasado estas semanas por lo mismo que tú el año pasado con tu madre. En mi caso, ha sido mi padre.

    La muerte es parte de la vida y es dolorosa, pero natural como la naturaleza de Russell, o al menos así lo estoy viviendo yo.

    Mi padre la amaba profundamente la naturaleza, también a las montañas, y ellas me lo recuerdan constantemente, además de muchas otras cosas.

    Somos naufragos, a la deriva, como dice el poema.

    Como siempre, tus entradas me llegan y tu capacidad expresiva nunca deja de asombrarme. Como siempre, ya me quiero leer ese libro que describes, a pesar de los comentarios iniciales. A ver si lo consigo!

    Un abrazo blogero,

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  2. Vaya, créeme que lo siento; La verdad es que desde lo de mi madre esa frase me viene a la mente con mucha más sinceridad que antes cada vez que se da la situación.

    Mucho ánimo, y aunque no sea gran cosa, ya sabes que aquí tienes este humilde rincón cada vez que quieras escaparte.

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  3. Gracias, Alberto. Entiendo lo que dices de la frase, a mí me pasa igual. Y sí, es una suerte tener este rincón en el que siempre encuentro reflexiones, comentarios, narraciones interesantes, que reflejan muchas de las cualidades de la vida que aprecio y me hacen disfrutar. Así que gracias también por eso y por dejarme pasear por aquí.

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