lunes, 15 de octubre de 2012

Gorilas en la niebla (Dian Fossey, 1983)


Una vez más, he vuelto a comprobar cómo la literatura autobiográfica basada en vivencias especialmente exóticas o singulares, pero reales, normalmente me resulta más evocadora y emotiva que las novelas de ficción con vocación evasiva. Y es que no es lo lejos que esté algo de ser real lo que necesariamente conmueve el ánimo cuando tratamos de desconectar, sino que también puede lograrlo lo lejana que nos parezca otra realidad de la nuestra, pero con el potente añadido emocional de la credibilidad, de saber que lo que nos está contando su autora lo vivió realmente. Y si hay alguna ligera conexión entre los extraordinarios hechos narrados y las remotamente parecidas aunque accesibles experiencias vividas por el lector, en marcos lejanamente comparables, para poder evocar con algo más de cercanía, mejor. Estoy más o menos acostumbrado a disfrutarlo con la lectura de las gestas del alpinismo, pero en este caso la acción gira en torno a una de las múltiples maravillas del mundo de la naturaleza viva.

Entre los años 1967 y 1985, la zoóloga estadounidense Dian Fossey (1932 – 1985) se estableció en África para continuar la investigación de su colega y compatriota George Schaller, acerca de los gorilas de montaña en la cadena de los volcanes Virunga, situada entre Zaire, Uganda y Ruanda. Su proyecto derivó en una serie de vivencias repletas de matices, que trasladadas al libro que escribió bajo el título de “Gorilas en la niebla” en 1983, dio como resultado una obra que va mucho más allá de la divulgación científica (y al que, por cierto, la película del mismo nombre no es que se parezca mucho, en varios aspectos).

“Gorilas en la niebla” es muchas cosas. Es una descripción sobre el comportamiento de los grupos sociales y familiares de los gorilas que resulta tan interesante como deliciosa. Es también una historia humana de anécdotas, aventuras y desventuras, que pasa por momentos divertidos, otros más tensos, algunos tiernos, varios que nos indignan, y otros que nos apenan. Y además es un relato que nos transmite, posiblemente sin ella quererlo –al menos hasta ese punto-, la personalidad de su autora: Se ríe de sus defectos de novata en sus primeros años, deja entrever un carácter modesto, sencillo y reservado, pero al mismo tiempo fuerte, decidido, ocasionalmente autoritario, valiente y luchador, traslada un gran apego hacia los detalles curiosos pero aparentemente desapercibidos, ensalza la grandeza de los paisajes naturales en cuya soledad se siente plena, y transmite el valor de sus principios conservacionistas, pero sin obviar la realidad social del país en que se encuentra.

El grueso de la obra se centra en el estudio de los grupos sociales que forman los gorilas y en los cuales se divide su población. Apoyado en los árboles genealógicos de cada uno de ellos, el relato no deja de ser una descripción científica –a nivel divulgativo-, pero al mismo tiempo se convierte en una especie de historia de familias, clanes y sociedades, con sus protagonistas con nombres propios, entre líderes, madres, crías, rivales, amigos, enemigos, etc., y llega un punto en que la humanización de todos estos personajes resulta inevitable, así como el hecho de acabar cogiendo cariño a varios de ellos. Especialmente conmovedor me resulta el capítulo séptimo, acerca del grupo de estudio número 8 (no sé si debería decir que esto que viene ahora es un “spoiler”, ya que es un documento naturalista y no una novela), en el que no falta la honorable pareja de gorilas ancianos que tras muchos años se siguen apoyando mutuamente, hasta el punto vivir juntos y alejados del resto del grupo los últimos momentos de vida de la hembra. La interacción de la autora con los gorilas también tiene instantes memorables, transmitidos con gran emotividad. Todo ello con descripciones interesantes y delicadas, todo lo contrario que los ridículos e impresentables modos de ciertos programas de TV sobre naturaleza que se pueden ver últimamente.

La admiración de Fossey hacia las curiosidades de la naturaleza no se limita a la especie animal más distinguida. Interacciones francamente simpáticas entre animales más cotidianos también llaman su atención, lo que se puede comprobar en el capítulo “Visitantes animales en el Centro de Investigación de Karisoke”. Me agrada la capacidad que tiene para contagiar su asombro ante detalles que no todo el mundo observaría; realmente debía ser alguien que veía grandeza en cualquier sutileza que la vida pusiera ante sus ojos. Y el mérito de esto es mayor por el hecho de que lo hiciera habiendo vivido algo tan alucinante como debe ser observar de cerca e incluso llegar a conectar con una especie tan impresionante y entrañable como el gorila.

Tampoco se le daba mal el retrato de personas, como muestra en el capítulo “Visitantes humanos en el Centro de Investigación de Karisoke”; en este sentido, con descripciones bien sencillas, de pocos trazos, cada cual queda retratado como merece –a los ojos de Fossey, claro-, y esto no deja de ser un interesante resumen de virtudes y miserias propias del ser humano, vistas desde un particular punto de vista, y en un marco aún más particular, como es un puesto científico en medio de un paisaje agreste enmarcado en el empobrecido centro de África, que es un escenario que seguramente hace destacar aún más las diferentes personalidades, locales y sobre todo extranjeras.

También tengo que decir que cuando el libro está bastante avanzado, las tramas familiares de los diferentes grupos de gorilas y las interacciones entre ellos empiezan a resultar algo más repetitivas que en los primeros capítulos, y con tantos personajes y relaciones amistosas y antagonistas, llega a convertirse casi en una especie de culebrón, en mi modesta opinión, lo que por otro lado no deja de tener su curiosidad y su gracia, porque al fin y al cabo son historias entre primates, y resulta sorprendente la complejidad que pueden llegar a tener: Ni al más detallista de los escritores se le habría ocurrido una novela tan enrevesada como el conjunto de sucesos observados por Fossey y sus ayudantes.

Cerca del final aparecen, eso sí, los capítulos probablemente más dramáticos, los que están relacionados con el daño a la especie por parte de los cazadores furtivos. Realmente, leer este libro acaba dando una idea bastante reveladora de la facilidad que tiene el ser humano para destruir lo que a la naturaleza tanto le ha costado crear, y al mismo tiempo desenmascara las altas dosis de ignorancia y falta de sensibilidad que podemos llegar a manifestar.

Es una pena que a Dian Fossey no la permitieran vivir lo suficiente como para comprobar que, actualmente, los gorilas de montaña no sólo siguen habitando los Virunga, sino que su población ha aumentado con respecto a la de aquellos años. Siguen en peligro de extinción, pero al menos no ocurrió lo que Fossey temía: que la especie hubiera desaparecido el mismo siglo que fue descubierta. Sin duda, su encomiable labor dio sus frutos.

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