miércoles, 18 de enero de 2017

Nanga Parbat (David Torres, 1999)

Decía al final de la anterior entrada que esta novela me había gustado bastante más que el libro en aquella comentado, La montaña es mi reino de Gaston Rébuffat. Y quería destacar esa comparación (en principio no muy necesaria o apropiada, más allá de haberlos leído casi seguidos –con permiso de otro intermedio de Eduardo Mendoza-) porque, hasta ahora, siempre había defendido que en la literatura de montaña prefería los hechos reales, como los narrados por el guía francés, a las historias de ficción, como es el caso de Nanga Parbat de David Torres. Esta obra ha contradicho esa preferencia previa.

Y es que esta es la primera vez que leo un libro en el que, teniendo la montaña una importancia y un valor simbólico difícilmente sustituible por otra metáfora, en realidad trata sobre otras cosas, más relacionadas con la condición humana y sus entresijos. No se puede hablar de la ascensión como tema principal de la novela sino sólo como hilo conductor, pero tampoco se puede hablar del Nanga Parbat como un simple escenario o como una excusa como otra cualquiera, sino de hecho como el más misterioso, insondable e inmisericorde de los personajes, además de como reflejo de las personas, sus deseos, sus errores y sus desengaños. Todo ello, junto a una narrativa fluida y emocionante, me ha llevado a disfrutar intensamente de algo que no era una experiencia real por parte de su autor, sino una creación artística inventada, y por lo tanto un libro más allá del género del alpinismo. Pero eso no va a impedir disfrutarlo a los amantes de la montaña, ya que de hecho son bastantes las referencias, tanto al propio deporte y algunas de sus características definitorias, como a los emblemáticos lugares que sirven de localización a varias escenas o capítulos (aparte del propio ochomil que da nombre a la obra).

Es curioso, se trata de una de las novelas menos extensas que recuerdo haber leído, y sin embargo al acabarla me ha dado la sensación de contener mucho más de lo que aparentemente cabría en ella; no se puede contar más en menos páginas, con tantos detalles, y por momentos con tanta profundidad. Seguramente a otros autores les habría hecho falta el doble o más. La riqueza de matices y la definición de los personajes es todo lo que se le puede pedir. Por otro lado, me llama la atención la profusión de símiles que utiliza el autor, en la mayoría de los casos acertados, en algunos brillantes, y sólo en alguna excepción llega a resultarme innecesario o cargante, pero esos escasos ejemplos se diluyen entre lo demás.

Y finalmente, me sorprende (y agrada) el que a pesar de tener un tono sombrío y pesimista, no me ha dejado un sabor de boca depresivo. Pero, por encima de todo, me parece un libro inteligente, que no ofrece conclusiones obvias, pero tampoco te deja perdido sin saber a qué atenerte: Por un lado no te quedas preguntándote a dónde quería ir a parar, pero por otro tampoco sabrías explicar a otro cuál es la consecuencia moral o temática. Es como subir a una montaña: Está claro el qué, pero no sabes explicar el por qué.

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